Alimentación antiinflamatoria

¿Qué es un proceso inflamatorio de bajo grado?

A menudo, detrás de un diagnóstico de hipotiroidismo, diabetes tipo 2, migrañas o patología cardiovascular… hay un proceso inflamatorio de bajo grado.

¿Qué es eso? ¿Es una inflamación? Sí, pero diferente a la que aparece cuando nos damos un golpe o nos hacemos un esguince (calor, edema, rubor). La inflamación de bajo grado es un tipo de inflamación que va haciendo su trabajo de forma imperceptible para nosotros, convirtiéndose en caldo de cultivo para muchas de las disfunciones y enfermedades que se producen en los países desarrollados. Por eso, si queremos mantener en forma nuestro sistema inmunitario, es importante que prestemos atención a las diferentes causas que mantienen esta inflamación de bajo grado.

Atención a estas señales

Son los síntomas que reflejan una inflamación de bajo grado en el organismo (en el sistema digestivo… o en el resto del cuerpo)

1. El aparato digestivo. Hinchazón, distensión, gases, reflujo, acidez, estreñimiento.

2. Síntomas en la piel. Como pueden ser sarpullidos, dermatitis o eccemas

3. Síntomas centrales. Falta de concentración, falta de memoria, desmotivación, sensación de cansancio, falta de vigor, alteraciones del sueño.

4. Síntomas metabólicos. Necesidad de comer constantemente, dificultad para perder peso, alteraciones en la glucosa / insulina.

5. Síntomas hormonales. Por ejemplo, alteraciones del ciclo menstrual, o el mismo síndrome premenstrual.

La inflamación aguda y el estrés

Cuando nos damos un golpe, por ejemplo, nuestro sistema defensivo desencadena una serie de reacciones que comienzan con la liberación de ciertas sustancias, entre las que se encuentra la llamada histamina. Esta molécula provoca la dilatación de los vasos sanguíneos; lo que hace que se produzca una mayor afluencia de sangre en la zona afectada, con el consiguiente enrojecimiento y aumento de temperatura. Es la respuesta natural del organismo a una agresión o estrés, ya sea de origen interno o externo.

Al mismo tiempo se enlentece la circulación, lo que facilita el trabajo de las células defensivas y la combustión de las sustancias de desecho. Pero además, los tejidos inflamados liberan un líquido que, al acumularse, excita las terminaciones nerviosas, lo que nos provoca dolor e impide el movimiento. Todos conocemos la relación entre la causa (un golpe, una contusión) y reconocemos fácilmente la conexión de estos síntomas con esa causa.

Ahora bien, existen otros factores, menos visibles, que son capaces de provocar otro tipo de respuestas inflamatorias. Cualquier agresión que suponga una amenaza, o que provoque un daño celular que tenga que ser reparado, puede estar detrás de esta respuesta defensiva de nuestro cuerpo.

Algunas de estas agresiones pueden ser la intervención de un microorganismo (un virus, una bacteria), la exposición a radiaciones, el daño producido por toxinas, el frío o el calor extremos. Y, desde luego, lo que comemos: exceso de grasas o de proteínas y desequilibrio dietético en general.

A todas estas causas físicas, podemos añadir un factor psicológico, el estrés. Cuando nos vemos desbordados por las responsabilidades del trabajo y de la familia, o cuando nuestros proyectos y planes de vida no se cumplen como habíamos planeado, el cuerpo no tarda en responder a nuestra tensión y frustraciones, perdiendo su capacidad natural para regular la respuesta inflamatoria.

Inflamación crónica

Cuando las causas de todos esos síntomas persisten durante demasiado tiempo, probablemente debido a un sistema defensivo debilitado o sobrecargado de trabajo, aparece la temida inflamación crónica. Si los síntomas se encuentran en una fase aguda se manifestarán de forma localizada. Pero cuando se instala la silenciosa inflamación crónica (y a veces no hay síntomas evidentes), el problema se hace sistémico y se extiende a todos los rincones de nuestro organismo.

¿Cómo lo hace? A través de la sangre, que se satura de marcadores pro inflamatorios como las citoquinas, que actúan como auténticas mensajeras del sistema inmunitario. Este proceso se va instalando con sigilo, y a diferencia de la inflamación aguda, se manifiesta poco a poco y sin anunciarse. Todo esto hace que sea más difícil de detectar y genere menos alarma, pero sus efectos son nefastos cuando no se corrige a tiempo, porque crean un terreno propicio para la aparición de todo tipo de problemas de salud (psoriasis, la artritis, o los dolores musculares crónicos).

Además, algunos investigadores creen que la inflamación crónica está detrás de trastornos como la diabetes, el cáncer, o enfermedades de tipo neurodegenerativo, como el alzhéimer y el párkinson.

Lo que comemos es decisivo

El ejercicio físico moderado, la práctica de la meditación o la relajación, la hidroterapia, o hasta el contacto de los pies descalzos con la tierra, pueden ayudarnos a recuperar el equilibrio perdido. Pero lo que de verdad resulta decisivo es lo que comemos. Recordemos el viejo dicho de algunos naturistas: «Todo lo que no comes, hace bien a tu salud». Comemos demasiado.

La alimentación –y a veces el ayuno– es la clave para solucionar el problema de la inflamación. Entre otros motivos, porque nos permite suministrar al organismo toda una serie de nutrientes que nos pueden ayudar a controlar esta condición (vitaminas C y B6, selenio, cobre, antioxidantes, fitoquímicos).

Además, porque podemos regular la cantidad y calidad de las grasas que ponemos en la mesa y así controlar la síntesis de las prostaglandinas (hay que mantener a raya los síntomas que llevan el sufijo de «itis»). Pero sobre todo, porque con la comida se puede actuar sobre la causa misma del problema. Eliminaremos determinados alimentos (no solo los ingredientes que son claramente nocivos, a veces puede tratarse de alguno que sea causante de intolerancia alimentaria), Evitaremos la sobrealimentación (¡comemos demasiado!), o cuando excluimos de nuestra dieta los aditivos tóxicos y los alimentos de difícil digestión.

Carbohidratos, grasas y proteínas. Tanto los carbohidratos como las grasas y las proteínas se pueden transformar en calorías, y una dieta, para que sea saludable, los debe tener en una proporción adecuada. Se considera que, en general, el 55% de las calorías que ingerimos a diario deberían provenir de los carbohidratos, el 30% de las grasas, y solo el 15% de las proteínas.

Sin embargo, cuando hay exceso, o aún más importante, cuando provienen de alimentos desvitalizados, se acumulan en forma de grasas y se convierten en una fuente de inflamación.

Los consejos conocidos: • Levantarse de la mesa con un ligero apetito. • Seguir unos horarios regulares de comida. • No picar entre horas. • Masticar bien los alimentos. • Planificar los menús con antelación. • Evitar las pantallas mientras comemos.

Para saber más: ver ¿Qué son las prostaglandinas?

Carbohidratos

Se ha dicho de los carbohidratos (o glúcidos, o hidratos de carbono) que son «la gasolina que hace funcionar el motor de nuestro organismo». En efecto, son unos macronutrientes de primera categoría en una alimentación sana, sobre todo si tenemos en cuenta que, según los nutricionistas, algo más de la mitad (el 55%) del total de nuestras calorías deberíamos recibirla a través de los carbohidratos., que nos proporcionan energía y son mucho más eficientes en eso que las mismas grasas o las proteínas (porque dejan más residuos en su combustión).

Además de suministrarnos el combustible necesario para llevar a cabo nuestras actividades, o para alimentar esa caldera interior que mantiene constante nuestra temperatura corporal, los carbohidratos cumplen otras funciones estructurales muy importantes. De hecho, cuando los consumimos estamos incorporando en nuestro cuerpo la energía del sol que las plantas han transformado en moléculas de carbono, hidrógeno y oxígeno.

Cuando nos sirven en la mesa un plato con algún alimento que no haya sido refinado, como unas manzanas al horno, unas judías tiernas al vapor, o unas gachas con copos de avena integral, nos podemos encontrar con dos tipos de carbohidratos bien distintos; los asimilables, que pasarán a la sangre en forma de glucosa o sacarosa, y los que no son asimilables, que llamamos fibra.

Deberíamos consumir entre 30 y 40 gramos de fibra al día: 15-20 gramos deben provenir de cereales y derivados, el resto en forma de verduras, frutas, frutos secos y legumbres.

Por otra parte, los carbohidratos que pueden ser metabolizados por nuestro sistema digestivo (los asimilables) tienen estructuras más o menos complejas, que influyen en la velocidad en la que vierten su energía en el torrente sanguíneo. Es algo importante de controlar a través de la dieta (suele ser de gran ayuda para prevenir la inflamación).

Los carbohidratos simples suelen ser muy abundantes en una dieta convencional, porque son los que aportan el sabor dulce a los platos. Esto los hace más atractivos y apetecibles, lo que crea una cierta dependencia psicológica que hace que tengamos tendencia a abusar de ellos. Los podemos recibir de alimentos como la miel o la fruta, aunque también se encuentran en otros productos, mucho menos recomendables, como el azúcar refinado.

Los carbohidratos o azúcares complejos, en cambio, están en el almidón de las hortalizas y de los cereales, o en las legumbres, que son muy ricas en estos nutrientes. Son, en principio, más saludables que los simples, porque liberan su energía de una manera progresiva y constante.

Cuando un azúcar simple pasa rápidamente al torrente sanguíneo, el primer efecto indeseable es que se descompensa el nivel de glucosa en la sangre, lo que provoca una descarga importante de insulina por parte del páncreas, para permitir la captación y el almacenamiento de esta energía.

Y si revisamos lo que comemos… no deberá extrañarnos el aumento alarmante de caso de diabetes, una enfermedad que puede ser muy severa si no lo evitamos a tiempo. Porque…

Una vez que ha pasado el «subidón», la misma acción de la insulina hace que se reduzcan los niveles por debajo de lo normal, y es entonces cuando aparece la fatiga, los dolores de cabeza o la pérdida de concentración y memoria. Para hacer frente a esta situación solemos acudir a la taza de café o a cualquier producto de bollería –suelen ser exageradamente dulces–, de manera que se inicia un círculo vicioso que nos puede llevar a la dependencia de estos azúcares simples.

¿Podemos saber o medir la inflamación? Cuando ingerimos un alimento que provoca una descarga fuerte de insulina, como el azúcar refinado, nuestra sangre se llena de una sustancia sintetizada por el hígado, la proteína C reactiva o PCR (nada que ver con las pruebas de la pandemia Covid-19), es uno de los indicadores más claros e importantes a la hora de conocer si hay un estado inflamatorio. También se puede medir la inflamación a través de la tasa de sedimentación de la sangre (se hace es junto con un análisis de sangre) o con el fibrinógeno, que es una proteína que desempeña un papel importante en la coagulación de la sangre.

El índice glucémico

Para poder saber el efecto que tienen algunos alimentos sobre la carga de insulina, hay un factor, llamado índice glucémico (IG), que nos puede servir de gran ayuda. Los alimentos que son ricos en azúcares simples suelen ser los que tienen un mayor índice glucémico, pero si estos mismos alimentos contienen fibra vegetal, pueden bajar muchos puntos en la escala de glucemia, lo cual es positivo, debido a que la fibra ralentiza la absorción de la glucosa.

Por eso, alimentos ricos en azúcares de absorción rápida (como las frutas), pueden ser tan recomendables como otros alimentos con carbohidratos más complejos. Por el contrario, los alimentos que han sido refinados, procesados o manipulados mecánicamente, pueden escalar muchos puestos en esa lista (que encontraréis fácilmente en Internet), y convertirse en productos poco aconsejables en una dieta saludable.

 

Consejos para reducir el índice glucémico de algunos platos

• Añadir una grasa saludable como el aceite de oliva virgen, o el aguacate.

• Acompañar los alimentos ricos en azúcares simples con otros alimentos que contengan carbohidratos más complejos o proteínas.

• Evitar una excesiva cocción de las verduras y hortalizas.

• Elegir alimentos integrales (y de la agricultura ecológica siempre que sea posible).

• La fruta es preferible tomarla entera y, si es ecológica, con la piel.

• Incluir una buena proporción de alimentos crudos en la dieta.

• Eliminar los refrescos azucarados.

Alimentos inflamatorios

Entre los más conocidos:

  • Gluten y trigo. Los problemas con el gluten proceden, entre otras causas, de los trigos hibridados por la ingeniería genética.
  • Carbohidratos refinados. Los carbohidratos complejos son buenos porque contienen la beneficiosa fibra. En el proceso industrial para poderlos conservar más tiempo el proceso de refino de los carbohidratos refinados elimina el valioso germen y la mayor parte de su fibra. Y entonces dichos carbohidratos refinados aumentarán el nivel de azúcar en la sangre y fomentarán la aparición de cambios inflamatorios. Eliminar de la dieta las harinas blancas refinadas y todos sus derivados.
  • Lactosa de la leche. La lactosa es un azúcar que causa problemas digestivos para muchas personas porque su cuerpo no produce lactasa, una enzima necesaria para digerirla. También la caseína tiene una estructura molecular muy similar al gluten, y la mitad de las personas que no toleran el gluten tampoco toleran bien la caseína. Conviene eliminar todos los lácteos pasteurizados, y reducir al máximo el resto.
  • Azúcar. El azúcar blanco industrial se ha convertido en un verdadero azote de la humanidad, hasta tal punto está presente, más o menos escondido en los alimentos, que es realmente difícil encontrar una cocina en donde no exista ningún rastro de azúcar. Como se sabe, los azúcares añadidos y carbohidratos refinados nos llevan al sobrepeso y la obesidad, pero las consecuencias de su presencia en la comida también están relacionadas con una mayor permeabilidad intestinal, unos marcadores inflamatorios elevados y un alto nivel de colesterol nocivo LDL. Todos estos factores pueden desencadenar una inflamación crónica de bajo grado. No solo conviene eliminar el azúcar, sino todos los alimentos que lo contienen.

Descartaremos todos los edulcorantes químicos, cada vez más presentes como sustitutos del azúcar, así como la fructosa que se obtiene del maíz.

  • Carne. Para las personas que todavía no son vegetarianas recordemos que la carne de res alimentada a base de cereales ha sido promocionada como de mejor sabor, pero las vacas comen pasto de forma natural. Cuando se alimentan con cereales por motivos de dinero, engordan enseguida antes de ser vendidas al peso. El ganado, los cerdos y los pollos no comen cereales naturalmente. Pero en las granjas de engorde no solo se les atiborra de maíz y soja transgénicos, sino que también reciben antibióticos para asegurarse de que no enfermen… y para que engorden más deprisa. El resultado es carne con un contenido elevadísimo de grasas saturadas inflamatorias y con niveles más altos de omega-6 (inflamatorios) provenientes de esta dieta poco natural. Para agravar el problema, cuando se asa la carne a altas temperaturas, produce carcinógenos inflamatorios. Comer carne es un mal negocio para todo el mundo.

Encontraréis más información y datos en el libro «Adolescentes veganos», publicado en esta misma editorial.

  • Alcohol. El consumo de alcohol supone una carga que debilita la función hepática. Esto interrumpe otras interacciones multiorgánicas, llevando a la inflamación.
  • Otros alimentos: podemos pensar en las grasas trans; en alimentos como la soja, si es transgénica o si está mal cocinada; y también en los casos de alergia a alimentos específicos (cacahuetes, por ejemplo);

Para saber más: ver “Alimentos inflamatorios

La cocción

Eliminaremos el horno microondas, porque introduce cambios en la estructura química de los alimentos, en especial la de las proteínas.

Procuraremos extraer la mayor cantidad de nutrientes de la comida al cocinar, teniendo en cuenta la importancia de los alimentos crudos, pero sin obsesionarnos por ello, ya que no siempre las verduras y hortalizas crudas (como las judías tiernas) son más saludables. Existen dos estudios recientes que muestran que algunas verduras, como los espárragos, repollos, zanahorias, pimientos, champiñones y espinacas (entre otras), en realidad le proporcionan al cuerpo más antioxidantes carotenoides cuando son hervidos o cocinados al vapor en vez de crudos.

La especialista en cocina energética Montse Bradford nos recuerda los estilos de cocción más habituales, ordenados del más saludable al menos saludable: 

1) Germinado.

2) Macerado.

3) Prensado.

4) Fermentado corto. 5) Escaldado.

6) Hervido.

7) Salteado corto.

8) Vapor.

9) Plancha.

10) Frito.

11) Estofado.

12) Presión.

13) Salteado largo. 14) Horno.

15) Barbacoa, ahumado, fermentado largo.

Con el hervido, la mayoría de sales minerales se pierden, ya que se disuelven en el agua de cocción, que suele desecharse. Podemos aprovecharla, pero también podemos utilizar otras técnicas de cocinado, como el rehogado o el blanqueado, o con otros utensilios, como el wok.

Rehogado. Se cuecen a fuego lento los alimentos en poco líquido o aceite, prácticamente en su propio caldo. De este modo, se puede conservar la mayor parte de las sales minerales. Este método está especialmente indicado para la verdura que desprenda mucho líquido. Esta técnica también comprende la cocción lenta en una cazuela de barro.

El blanqueado realza el color de las hortalizas y las deja muy crujientes. Con frecuencia se utiliza este método como cocción previa a la elaboración de especialidades de verduras al horno. En las ensaladas, las hortalizas también resultan más apetitosas en su punto que reblandecidas por un exceso de cocción. Y, así, también se conservan más sustancias activas. Para blanquear, se añaden las verduras cortadas en trozos no muy pequeños en agua hirviendo, se dejan cocer de 1 a 3 minutos según la hortaliza, se cuelan, e inmediatamente se pasan bajo un chorro de agua fría y se escurren. A continuación, se pueden saltear en una sartén con un poco de aceite o mantequilla, o seguir cocinándolas en la preparación de soufflés, ensaladas o sopas.

La cocción con el wok. Este método preserva gran parte de las propiedades nutritivas de los alimentos. El wok procede de Asia, pero es una sartén universal, de forma cónica semiesférica y de margen alto. Los ingredientes, en poco aceite, se remueven constantemente. De esta forma, se cuecen muy rápido, ya que el calor se concentra en el fondo de la sartén, mientras se va disipando en los márgenes. Gracias a que se remueven continuamente, los alimentos pasan de la zona muy caliente a la de menor temperatura. Esto facilita una cocción uniforme y dinámica, en la que nada se quema.

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